27 mar 2015

Dostoyevski (el juego y el espectáculo del caballero)

 
Edvard Munch, By the roulette, 1892

Hay dos clases de juego: uno de caballeros; otro, plebeyo, ávido de ganancias, el juego de la canalla. Aquí todo está rigurosamente delimitado, ¡y hasta qué punto es infame esta delimitación! Un caballero, por ejemplo, puede jugarse cinco o diez luises, rara vez más. Puede, también, jugarse incluso mil francos, si es muy rico, pero por el propio juego, por puro entretenimiento, por el placer de observar el proceso de ganancias y pérdidas, pero jamás interesándose por el dinero. Si gana, puede, por ejemplo, reír en voz alta, hacer una observación a alguien que esté cerca, incluso jugar otra vez, doblar la apuesta, pero sólo por curiosidad, para observar las posibilidades, calcular, y no por el deseo plebeyo de ganar. En una palabra, debe ver en todas esas mesas de juego, ruletas, trente et quarante, simples medios de diversión, hechos únicamente para su placer. No debe, siquiera, sospechar la existencia del provecho ni de la trampa, en que se basa la banca. No estaría nada, pero que nada mal si todos los demás jugadores, la chusma que tiembla por unos florines, le parecieran ricos caballeros como él mismo, que jugaran únicamente por entretenerse y pasar el tiempo. Este absoluto desconocimiento de la realidad y esta idea cándida acerca de los hombres resulta, naturalmente, muy aristocrática.

(...) Un auténtico caballero, aunque haya perdido toda su fortuna, no debe exteriorizar sus sentimientos: un caballero tiene que estar por encima del dinero, éste no debe preocuparle. Naturalmente, lo más aristocrático es ignorar toda esta inmundicia, toda esa chusma, todo ese ambiente. Aunque, a veces, resulte no menos aristocrático proceder a la inversa, es decir, observar, con un anteojo, por ejemplo, toda esa canalla; pero a condición de aceptar esa muchedumbre y esa inmundicia como una especie de diversión, como una función destinada a entretener al caballero. Puede uno, incluso, codearse con la chusma, siempre y cuando la mirada denote el absoluto convencimiento de no formar parte de ella. Claro está, tampoco se debe mirar con demasiado detenimiento: no sería digno de un caballero. El espectáculo no merece una mirada detenida. Además, ¡hay pocos espectáculos dignos de la mirada detenida de un caballero!

El jugador, 1866. Ed. Bruguera, 1980. Trad. Victoriano Imbert. pags. 23-26.

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